A algunas vidas les pasa como a los cuadros de gran formato, que hay que mirarlos con cierta distancia para apreciar en su justa medida toda la grandiosidad que atesoran. Algo así sucedió en su tiempo con la vida política de Adolfo Suárez. Le dio el tiempo justo para pilotar magistralmente la Transición porque enseguida cayó devorado por las intrigas de los suyos y de los que no eran suyos. En pocos meses se quedó tan sólo que la única salida que encontró fue una dimisión precipitada que abrió el camino a un PSOE para el que el carismático Suárez era un problema. Hoy, con la perspectiva del tiempo, todos valoran la grandeza política de un hombre al que califican como “providencial”, “hombre de Estado”, “demócrata convencido” y todo eso fue Suárez, es verdad. Ahora que su vida se apaga definitivamente es bueno y hasta conveniente volver la vista atrás para extraer de ese pasado reciente y de la actuación de personajes grandes como Suárez, lecciones para este presente convulso que nos ha tocado vivir. Porque de nada serviría ensalzar las virtudes de Suárez y su compromiso con una España próspera, democrática y unida en su diversidad, si en la actualidad seguimos enfrascados en la mediocridad, en el regate corto y mirándonos al ombligo. De nada servirá el trabajo y el “sacrificio” político de Suárez mientras algunos sigan empeñados en revivir los horrores de una Guerra Civil que hace setenta y cinco años que terminó, o mientras otros se empeñen en desmembrar a España con aldeanas pretensiones y ayunos de esa grandeza de miras que adornaba a Suárez y a otros como él.
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